von John Galsworthy
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Soames Forsyte salió del hotel Knightsbridge, donde estaba parando, la tarde del 12 de mayo de 1920, con la intención de visitar una colección de cuadros que se exponía en una sala de la calle Cook. Desde la guerra, nunca tomaba un coche de alquiler si podía evitarlo. Los conductores eran, a su juicio, una pandilla de sujetos inciviles, que sólo se recivilizaban ahora que las restricciones desaparecían y la oferta volvía ya a exceder a la demanda, cosa que sucede forzosamente a los humanos. Sin embargo, no los había perdonado, identificándolos, como a todos los miembros de su clase, con la revolución. La ansiedad considerable que había pasado durante la guerra, y la mayor aún que estaba pasando desde el establecimiento de la paz, habían producido consecuencias psicológicas en una naturaleza que era tenaz. Había experimentado mentalmente tantas veces la ruina, que había dejado de creer en su probabilidad material. Pagando cuatro mil de impuestos al año, no se podía estar ya peor. Una fortuna de un cuarto de millón, sin más que mujer y una hija que sostener y en formas muy diversas invertidas, proporcionaba una considerable garantía contra aquella tontería que algunos propugnaban de la incautación de capitales. En cuanto a la confiscación de los beneficios de guerra, estaba por completo en pro de ella, pues él no había hecho ninguno. El precio de los cuadros, de haber cambiado, había sido para subir, y él había comprado muchos durante la guerra. Los ataques aéreos también habían ejercido influencia sobre un espíritu por naturaleza cauto y habían endurecido su carácter. El peligro de ser destrozado y dispersado inclina a las personas a tener menos miedo a los pequeños destrozos y dispersiones de los impuestos y tasas, mientras que la costumbre de maldecir a los alemanes le había llevado a la costumbre de maldecir a los laboristas, si no abiertamente, al menos en el fondo de su alma.