von Nathaniel Hawthorne
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Una multitud de hombres barbudos, vestidos de colores sombríos y llevando sombreros grises puntiagudos como agujas de campanario, junto a algunas mujeres con capuchas sobre la cabeza y otras sin sombrero, estaba congregada frente a un edificio de madera cuya puerta era de grueso roble tachonado con clavos de hierro. Los fundadores de una nueva colonia, cualquiera que sea la utopía de felicidad y virtud humana que proyecten originariamente, se dan cuenta siempre de que una de sus primeras necesidades prácticas es la de demarcar dos lotes del suelo virgen, uno para el cementerio y otro para la cárcel. De acuerdo con esta regla, puede suponerse sin temor a equivocarse que los primitivos pobladores de Boston construyeron la primera cárcel en algún lugar cerca de Cornhill, casi al mismo tiempo que trazaron el primer cementerio en las tierras de Isaac Johnson, donde se encontraba su tumba, la que más tarde vino a ser el centro de todos los sepulcros congregados en el viejo cementerio de King¿s Chapel. Lo cierto es que, unos quince o veinte años después de la fundación de la colonia, el edificio de madera de la prisión ostentaba ya las huellas del tiempo y la intemperie, lo que daba un aspecto aún más sombrío a su ceñuda y tétrica fachada. El orín, en el metal de la imponente herradura de su puerta de roble, hacía que aparentase ser más antigua que cualquier otra cosa en el Nuevo Mundo. Como todo lo que tiene que ver con el delito, daba la impresión de no haber sido nueva jamás. Ante este deslucido edificio y entre él y las feas huellas de carreta de la calle, había un trozo de prado cubierto de bardana, cizaña y manzana de Perú, y de todo tipo de malezas que, evidentemente, encontraron buena tierra en aquel terreno que desde el principio sirvió para acoger a las negras flores de una sociedad civilizada: la prisión. Pero a un lado del portal, con las raíces hundidas casi en el mismo dintel, crecía un rosal silvestre cubierto, durante este mes de junio, de delicadas joyas que podría imaginarse ofrecían su fragancia y frágil belleza al prisionero que allí entraba, lo mismo que al criminal condenado por la justicia que de allí salía a cumplir con su sentencia, como un símbolo de que el insondable corazón de la naturaleza podía compadecerlo y ser bondadoso con él.