von Vicente Blasco Ibañez
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El más joven de los dos soltó la vara leñosa que le servía de apoyo, sus rodillas se doblaron, y deslizándose entre los brazos de su compañero, que había acudido a sostenerle, quedó tendido en el suelo al pie de un matorral. ¿No puedo más, Fernando. ¡El Señor me valga! Su rostro delicado, casi femenil, palideció hasta tomar una blancura verdosa. Sus ojos negros, rasgados en forma de almendra, se cerraron, después de un parpadeo de angustia. Fernando, arrodillado junto a él, lo abrazaba, hablando al mismo tiempo para infundirle ánimo. ¿¡Lucero!, ¡mi tesoro! ¡Arriba!¿ No te entregues. Podía descansar un poco, y luego continuarían su viaje, durmiendo aquella noche en Córdoba. Pero su compañero parecía no oírle. Instintivamente había apoyado su cabeza en uno de los hombros de Fernando, quedando adormecido, sin más signo vital que una débil y fatigosa respiración. El llamado Femando, siempre de rodillas, miró en torno, sin ver a ningún ser humano en los dos extremos del camino ni en las tierras inmediatas.