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Bücher der Reihe Littérature d'Espagne du Siècle d'or à aujourd'hui

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  • von G. K. Chesterton
    15,90 €

    El barrio de Saffron Park ¿Parque de Azafrán¿ se extendía al poniente de Londres, rojo y desgarrado como una nube del crepúsculo. Todo él era de un ladrillo brillante; se destacaba sobre el cielo fantásticamente, y aun su pavimento resultaba de lo más caprichoso: obra de un constructor especulativo y algo artista, que daba a aquella arquitectura unas veces el nombre de «estilo Isabel» y otras el de «estilo reina Ana», acaso por figurarse que ambas reinas eran una misma. No sin razón se hablaba de este barrio como de una colonia artística, aunque no se sabe qué tendría precisamente de artístico. Pero si sus pretensiones de centro intelectual parecían algo infundadas, sus pretensiones de lugar agradable eran justificadísimas. El extranjero que contemplaba por vez primera aquel curioso montón de casas, no podía menos de preguntarse qué clase de gente vivía allí. Y si tenía la suerte de encontrarse con uno de los vecinos del barrio, su curiosidad no quedaba defraudada. El sitio no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño, y no como una superchería. Y si sus moradores no eran «artistas», no por eso dejaba de ser artístico el conjunto. Aquel joven ¿los cabellos largos y castaños, la cara insolente¿ si no era un poeta, era ya un poema. Aquel anciano, aquel venerable charlatán de la barba blanca y enmarañada, del sombrero blanco y desgarbado, no sería un filósofo ciertamente, pero era todo un asunto de filosofía. Aquel científico sujeto ¿calva de cascarón de huevo, y el pescuezo muy flaco y largö claro es que no tenía derecho a los muchos humos que gastaba: no había logrado, por ejemplo, ningún descubrimiento biológico; pero ¿qué hallazgo biológico más singular que el de su interesante persona?

  • von Victor Hugo
    15,90 - 22,90 €

  • von H. G. Wells
    15,90 €

    El desconocido llegó un día huracanado de primeros de febrero, abriéndose paso a través de un viento cortante y de una densa nevada, la última del año. El desconocido llegó a pie desde la estación del ferrocarril de Bramblehurst. Llevaba en la mano bien enguantada una pequeña maleta negra. Iba envuelto de los pies a la cabeza, el ala de su sombrero de fieltro le tapaba todo el rostro y sólo dejaba al descubierto la punta de su nariz. La nieve se había ido acumulando sobre sus hombros y sobre la pechera de su atuendo y había formado una capa blanca en la parte superior de su carga. Más muerto que vivo, entró tambaleándose en la fonda Coach and Horses y, después de soltar su maleta, gritó: «¡Un fuego, por caridad! ¡Una habitación con un fuego!». Dio unos golpes en el suelo y se sacudió la nieve junto a la barra. Después siguió a la señora Hall hasta el salón para concertar el precio. Sin más presentaciones, una rápida conformidad y un par de soberanos sobre la mesa, se alojó en la posada. La señora Hall encendió el fuego, le dejó solo y se fue a prepararle algo de comer. Que un cliente se quedara en invierno en Iping era mucha suerte y aún más si no era de ésos que regatean. Estaba dispuesta a no desaprovechar su buena fortuna. Tan pronto como el bacon estuvo casi preparado y cuando había convencido a Millie, la criada, con unas cuantas expresiones escogidas con destreza, llevó el mantel, los platos y los vasos al salón y se dispuso a poner la mesa con gran esmero. La señora Hall se sorprendió al ver que el visitante todavía seguía con el abrigo y el sombrero a pesar de que el fuego ardía con fuerza. El huésped estaba de pie, de espaldas a ella, y miraba fijamente cómo caía la nieve en el patio. Con las manos, enguantadas todavía, cogidas en la espalda, parecía estar sumido en sus propios pensamientos. La señora Hall se dio cuenta de que la nieve derretida estaba goteando en la alfombra y le dijo: ¿¿Me permite su sombrero y su abrigo para que se sequen en la cocina, señor?¿No ¿contestó éste sin volverse.

  • von G. K. Chesterton
    15,90 €

    Harold March, el nuevo y renombrado periodista político, paseaba con aire decidido por una meseta en la que, desde hacía tiempo, se iban sucediendo por igual páramos y planicies, y cuyo horizonte se hallaba orlado por los lejanos bosques de la conocida propiedad de Torwood Park. Era un joven bien parecido, de pelo rubio y rizado y ojos claros, vestido con un traje de tweed. Inmerso en su feliz deambular a lo largo y ancho de aquel embriagador paisaje de libertad, Harold March era aún lo bastante joven como para tener bien presentes sus convicciones políticas y no simplemente para intentar olvidarlas a la menor ocasión. No en vano, su presencia en Torwood Park tenía precisamente un motivo político. Era el lugar de encuentro propuesto nada menos que por el Ministro de Hacienda, Sir Howard Horne, quien por entonces intentaba dar a conocer su denominado Presupuesto Socialista, el cual tenía la intención de exponer a cronista tan prometedor durante el transcurso de cierta entrevista que ambos tenían concertada. Harold March, por su parte, pertenecía a esa clase de hombres que saben todo lo que hay que saber sobre política, pero nada acerca de los políticos, además de ser poseedor de unos notables conocimientos sobre arte, letras, filosofía y cultura general (acerca, en fin, de casi todo excepto del mundo en el que vivía).

  • von Ruben Dario
    9,99 €

    Roma, bajo el imperio de Tiberio César. Apacible la noche y el cielo enorgullecido de constelaciones. Cerca del foro de Apio y de las Tres Tabernas, una callejuela serpentina, rama de la vía principal, conducía a un barrio poco frecuentado, como no fuese por marinos y comerciantes al por menor que hacían su viaje de Brindis, Capua y lugarejos intermedios. Las casas, o más bien barracas enclenques, amontonadas, y las tortuosas sendas que las dividían, no parecían por cierto halagüeñas y atrayentes en aquel pequeño rincón de tristeza y de silencio, que no era turbado sino por una que otra riña de la tienda de algún vendedor de vino, o en el miserable habitáculo de alguna prostituta de la plebe.Aquella noche clara y constelada y por aquella callejuela, a intervalos, misteriosamente, uno después de otro, pasaban unos cuantos hombres y mujeres. Todos penetraban por la estrecha puerta de una casa formada de piedras y tablas entre los cimientos de una mansión derruida. A pasos cansados, una anciana llegó por último, apoyada en el brazo de un hombre. Ambos, antes de entrar se volvieron a mirar por largo rato hacia el fondo de la callejuela.¿Lucila fue en busca de su hermano ¿dijo el joven¿. Nereo ha partido a Ostia desde hace tres días. Lucila ha ido a encontrarle a la entrada de la ciudad.¿¿No habrá llegado antes que nosotros?Penetraron. Todavía se vio asomar la cara de la anciana, inquieta, tanteando en la sombra, la diestra en forma de visera, queriendo taladrar la lejanía nocturna con sus pupilas, tan cansadas como sus piernas.En lo interior de la casa he aquí lo que se veía, a la luz de tres lámparas de arcilla.

  • von Jules Verne
    15,90 €

  • von Robert Louis Stevenson
    9,99 €

    El abogado Mr. Utterson era un hombre de semblante adusto, jamás iluminado por una sonrisa; frío, parco y vergonzoso en la conversación; remiso en sentimientos; enjuto, alto, taciturno, aburrido, y sin embargo adorable, en alguna medida. En las reuniones de amigos, y cuando el vino era de su agrado, irradiaba de sus ojos algo eminentemente humano; algo que, a decir verdad, jamás salía a relucir en su conversación, pero que expresaba no sólo con aquellos gestos silenciosos de su cara después de la cena, sino más a menudo y llamativamente en su vida cotidiana. Era austero consigo mismo; bebía ginebra cuando estaba solo, para mortificar su afición por los vinos añejos; y aunque le encantaba el teatro, hacía ya veinte años que no cruzaba las puertas de ninguno. En cambio mostraba una acreditada tolerancia en su trato con los demás; unas veces asombrándose, casi con envidia, de la gran tensión anímica que implicaban sus delitos; y en cualquier situación extrema era más propenso a prestar ayuda que a reprender. «Me inclino por la herejía de Caín ¿solía decir pintorescamente¿: dejo que mi hermano se vaya al diablo por su propio pie». Con este carácter, a menudo tuvo la suerte de ser el último conocido de confianza y la última influencia bienhechora en las vidas de hombres venidos a menos. Y mientras éstos siguieron acudiendo a sus aposentos, jamás les mostró el más leve cambio de actitud.

  • von Roberto Jorge Payro
    9,99 €

    Dos viajeros, un hombre y una mujer, indígenas a juzgar por su aspecto y traje, cruzaban al caer la tarde de un tibio día de mayo de 1656, el amplio valle de Catamarca: el sol iba a ponerse tras del Ambato, los viajeros parecían rendidos por una larga jornada, y cerca no se veía habitación alguna.-Aquí podíamos quedarnos -dijo el hombre en castellano, señalando un alto paaj puca (quebracho colorado), que sobresalía en un bosquecillo de algarrobos, vinales y mistoles, entretejidos de enredaderas.-Como te parezca -contestó la mujer, que tenía marcado acento quichua, así como andaluz su compañero.Depositó bajo el árbol las alforjas de lana de colores que llevaba, y haciendo en seguida un montón de ramillas y hojarasca, batió el eslabón e hizo fuego, en la creciente obscuridad de la noche que caía. Bajó luego hacia el Río Grande, que corría a pocos pasos, llevando en la mano un ancho tazón de barro cocido, y volvió con él lleno de agua, preparándose a cocer el maíz que, con un poco de grasa, ají y sal como condimento, constituiría su frugal comida.El hombre, silencioso y apático, se había tendido en la espesa yerba, con los brazos bajo la cabeza, masticando lentamente un acuyico de coca.

  • von Ramón de la Cruz
    9,99 €

    Esta pieza es uno de los sainetes más antiguos de Ramón de la Cruz. Entre los personajes que desfilan por él se encuentra un hidalgo que funda El hospital de la moda para tratar y curar afrancesados en el hablar, en el vestir o en el escribir.

  • von Jules Verne
    15,90 €

    El sol iba a desaparecer detrás de las colinas que limitaban el horizonte hacia el oeste. El tiempo era hermoso. Por el lado opuesto, algunas nubecillas reflejaban los últimos rayos, que no tardarían en extinguirse en las sombras del crepúsculo, de bastante duración en el grado 55 del hemisferio austral. En el momento que el disco solar mostraba solamente su parte superior, un cañonazo resonó a bordo del ¿avisö Santa Fe, y el pabellón de la República Argentina flameó. En el mismo instante resplandecía una vivísima luz en la cúspide del faro construido a un tiro de fusil de la bahía de Elgor, en la que el Santa Fe había fondeado. Dos de los torreros del faro, los obreros agrupados en la playa, la tripulación reunida en la proa del barco, saludaron con grandes aclamaciones la primera luz encendida en aquella costa lejana. Otros dos cañonazos siguieron al primero, repercutidos por los ruidosos ecos de los alrededores. La bandera fue luego arriada, según el reglamento de los barcos de guerra, y el silencio se hizo en aquella Isla de los Estados, situada en el punto de concurrencia del Atlántico con el Pacifico.

  • von Joaquin Dicenta
    9,99 €

    Era un soñador aquel montañés. La luz, casi siempre gris en la Montaña, las nieblas que desde el otoño a los comienzos del estío la envuelven, habían penetrado el espíritu de Pedrín, haciéndolo vivir en plena fantasía, en completo desdibujo de la realidad.No solamente lo que llamamos alma era romántica en Pedrín; lo eran también las líneas carnales, el dibujo total del cuerpo.Su cabello rubio ondeaba, palideciendo hacia las puntas, como los remates de un sol poniente; su frente se moldeaba en forma de torreón gótico; en sus ojos azules resplandecía el éxtasis, acentuado por la sombra que hacían las pestañas. La nariz era recta; la boca de finísimos labios; apuntada la barba; marfileño el tono de la piel. Tenía las manos señoriles, el talle juncal; el andar lánguido, apoyándose poco en tierra, como si tratara de ser vuelo.¿Cómo pudieron fabricar esta criatura dos marineros aldeanos?Recio el padre como un trinquete, basto como una encina, coloradote, por obra de la mucha sangre circulante en sus venas y del mucho vino embaulado en su estómago, no resultaba muy capaz para tan delicado engendro.

  • von Mark Twain
    9,99 €

    Fue el año 1590. Invierno. Austria quedaba muy lejos del mundo y dormía; para Austria era todavía el Medioevo, y prometía seguir siéndolo siempre. Ciertas personas retrocedían incluso siglos y siglos, asegurando que en el reloj de la inteligencia y del espíritu se hallaba Austria todavía en la Edad de la Fe. Pero lo decían como un elogio, no como un menosprecio, y en este sentido lo tomaban los demás, sintiéndose muy orgullosos del mismo. Lo recuerdo perfectamente, a pesar de que yo solo era un muchacho, y recuerdo también el placer que me producía. Sí, Austria quedaba lejos del mundo y dormía; y nuestra aldea se hallaba en el centro mismo de aquel sueño, puesto que caía en el centro mismo de Austria. Vivía adormilada y pacífica en el hondo recato de una soledad montañosa y boscosa, a la que nunca, o muy rara vez, llegaban noticias del mundo a perturbar sus sueños, y vivía infinitamente satisfecha. Delante de la aldea se deslizaba un río tranquilo, en cuya superficie se dibujaban las nubes y los reflejos de los pontones arrastrados por la corriente y las lanchas que transportaban piedra; detrás de la aldea se alzaba una ladera llena de arbolado, hasta el pie mismo de un altísimo precipicio; en lo alto del precipicio se alzaba ceñudo un enorme castillo, con su larga hilera de torres y de baluartes revestidos de hiedras; al otro lado del río, a una legua hacia la izquierda, se extendía una ondulante confusión de colinas revestidas de bosque, y rasgadas por serpenteantes cañadas en las que jamás penetraba el sol; hacia la derecha, el terreno estaba cortado a pico sobre el río, y entre ese precipicio y las colinas de que acabamos de hablar, se extendía en la lejanía una llanura moteada de casitas pequeñas que se arrebujaban entre huertos y árboles umbrosos.

  • von Jack London
    15,90 €

    ¡Helo allí! Era un estallido sonoro que, de súbito, agitó por el espacio sus alas. Contando, con el reloj a la vista, la duración de la nota sostenida, Bassett recordaba la trompeta del arcángel apocalíptico. Las murallas de una ciudad se habrían desplomado pulverizadas ante aquel amontonamiento de vastas o impulsoras sonoridades. Por milésima vez intentó analizar las cualidades tónicas de aquel alarido enorme que se cernía sobre la tierra toda, hasta las fortalezas interiores de las tribus circunvecinas. La garganta montaraz de donde surgía diríase que vibraba con la marea creciente hasta desbordarse en impetuosas corrientes sonoras por tierra, cielo y aire. Con la fantasía arrebatada y sin freno de un enfermo, creía escuchar el grito poderoso de algún titán de ancestrales tiempos rugiendo bajo la pesadumbre de su miseria o de su ira. Y la voz henchía el espacio por momentos, retadora, suplicante, tan voluminosa y profunda como si quisiera alcanzar a lejanos oídos, allende las fronteras del sistema solar. Y percibíase en la entraña de aquella voz el himno de la protesta, ante el desierto sordo que no tenía oídos para escuchar y sentir sus clamores. «Así es la fantasía de los enfermos¿» Sin embargo, aún se esforzaba por analizar el sonido misterioso, sonoro como el trueno, blando como el tintineo de campanillas de oro, afilado y dulce como la cuerda argentina de un laúd¿ Pero no; ninguna entre semejantes calidades de sonido, ni aún la mezcla de todas ellas, remedaba el timbre de la inefable voz. No hay palabras ni semblanzas en el vocabulario humano, ni memorias en el recuerdo de la experiencia, con que describirlo adecuadamente.

  • von Frances Hodgson Burnett
    15,90 €

    Cuando Mary Lennox se fue a vivir con su tío a Misselthwaite Manor, todos decían que era una niña de aspecto muy desagradable; y era cierto. En su cara delgada se reflejaba una expresión amarga. Su cuerpo era flaco y pequeño; su pelo, de color amarillo, era fino y escaso; su rostro era también pálido, quizás porque había nacido en la India, en donde, por una razón u otra, enfermaba continuamente. Su padre había sido empleado del gobierno inglés y sus obligaciones eran innumerables. Su madre, una mujer de gran belleza, sólo se preocupaba de asistir a las más alegres fiestas. Ella no quería tener una niña; por eso, cuando Mary nació, la entregó al cuidado de una aya a quien dio a entender que, para servir bien a la Mem Sahib debía mantenerla alejada de su presencia. Así, esta niña irritable, débil y feúcha estuvo siempre lejos de su madre. Ella sólo recordaba haber visto a su alrededor las caras morenas de su aya y de los demás sirvientes hindúes. Estos, para que no llorara o molestara a la Mem Sahib, la obedecían y le daban gusto en todo. De esta manera, al cumplir los seis años, Mary se había convertido en un ser tiránico y egoísta. La joven institutriz inglesa contratada para enseñarle a leer y escribir le tomó tal antipatía que a los tres meses dejó su trabajo. Otro tanto ocurrió con las institutrices que la sucedieron, y si a Mary no le hubiera interesado verdaderamente saber lo que contenían los libros, ni siquiera habría aprendido a leer. Tenía casi nueve años cuando una mañana de intenso calor la niña despertó muy malhumorada. Se enfadó aún más al ver a su lado a una sirvienta que no era su aya.

  • von Fyodor Dostoevsky
    15,90 €

    Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que nos expliquemos. Hay mucho que contar. Me asignaron una habitación exigua en el cuarto piso del hotel. Saben que formo parte del séquito del general. Todo hace pensar que se las han arreglado para darse a conocer. Al general le tienen aquí todos por un acaudalado magnate ruso. Aun antes de la comida me mandó, entre otros encargos, a cambiar dos billetes de mil francos. Los cambié en la caja del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, nos tendrán por millonarios. Yo quería sacar de paseo a Misha y Nadya, pero me avisaron desde la escalera que fuera a ver al general, quien había tenido a bien enterarse de adónde iba a llevarlos. No cabe duda de que este hombre no puede fijar sus ojos directamente en los míos; él bien quisiera, pero le contesto siempre con una mirada tan sostenida, es decir, tan irrespetuosa que parece azorarse. En tono altisonante, amontonando una frase sobre otra y acabando por hacerse un lío, me dio a entender que llevara a los niños de paseo al parque, más allá del Casino, pero terminó por perder los estribos y añadió mordazmente: «Porque bien pudiera ocurrir que los llevara usted al Casino, a la ruleta. Perdone ¿añadió-, pero sé que es usted bastante frívolo y que quizá se sienta inclinado a jugar. En todo caso, aunque no soy mentor suyo ni deseo serlo, tengo al menos derecho a esperar que usted, por así decirlo, no me comprometa...».

  • von Fedor Mikhaïlovitch Dostoïevski
    15,90 €

    Por fin he regresado al cabo de quince días de ausencia. Tres hace ya que nuestra gente está en Roulettenburg. Yo pensaba que me estarían aguardando con impaciencia, pero me equivoqué. El general tenía un aire muy despreocupado, me habló con altanería y me mandó a ver a su hermana. Era evidente que habían conseguido dinero en alguna parte. Tuve incluso la impresión de que al general le daba cierta vergüenza mirarme. Marya Filippovna estaba atareadísima y me habló un poco por encima del hombro, pero tomó el dinero, lo contó y escuchó todo mi informe. Esperaban a comer a Mezentzov, al francesito y a no sé qué inglés. Como de costumbre, en cuanto había dinero invitaban a comer, al estilo de Moscú. Polina Aleksandrovna me preguntó al verme por qué había tardado tanto; y sin esperar respuesta salió para no sé dónde. Por supuesto, lo hizo adrede. Menester es, sin embargo, que nos expliquemos. Hay mucho que contar.

  • von Hans Christian Andersen
    15,90 €

  • von P. G. Wodehouse
    15,90 €

    ¿Buenos días, Jeeves ¿dije. ¿Buenos días, señor ¿dijo Jeeves. Dejó suavemente la taza de té sobre mi mesita de noche, y yo bebí un sorbo de la reconfortante bebida. Estaba en su punto, como siempre. Ni demasiado caliente ni demasiado dulce, ni demasiado floja ni demasiado fuerte, no tenía demasiada leche y ni una sola gota se había derramado sobre el platito. Era un tipo asombroso este Jeeves, siempre tan capacitado en todo género de cosas. Lo he dicho en otras ocasiones y lo repetiré de nuevo. Aquí tienen ustedes un pequeño ejemplo. Todos los demás criados que habían estado a mi servicio irrumpían en mi habitación cuando aún me encontraba dormido, y esto era un terrible suplicio para mí: pero Jeeves parece saber, mediante una especie de telepatía, el momento justo en que me despierto. Entra siempre con la taza sin hacer el menor ruido exactamente dos minutos después de haber vuelto yo a la vida. Esto constituye una notable diferencia en el comienzo del día de un individuo.

  • von Joseph Conrad
    19,90 €

    Mr. Verloc, al salir por la mañana, dejaba su negocio nominalmente a cargo de su cuñado. Podía hacerlo porque había poco movimiento a cualquier hora y prácticamente ninguno antes de la noche. Mr. Verloc se preocupaba bien poco por su actividad visible y, además, era su mujer quien quedaba a cargo de su cuñado. El negocio era pequeño y también lo era la casa. Era una de esas casas sucias, de ladrillo, de las que había gran cantidad antes de la época de reconstrucción que se abatió sobre Londres. El negocio era cuadrado, con una vidriera al frente, dividida en pequeños paneles rectangulares. Durante el día la puerta permanecía cerrada; por la noche se mantenía discreta y sospechosamente entreabierta. En la ventana había fotografías de bailarinas más o menos desvestidas; paquetes varios envueltos como si fueran específicos medicinales, envases cerrados de papel amarillo, muy delgado, marcados con el precio de media corona en grandes cifras negras; unos cuantos números de publicaciones cómicas francesas, colgados de una cuerda como para secarse, un deslustrado recipiente de porcelana azul, una cajita de madera negra, botellas de tinta para marcar y sellos de goma; unos pocos libros con títulos que sugerían poco decoro, unos pocos números de diarios aparentemente viejos y mal impresos, con títulos como La Antorcha, El Gong: títulos vehementes. Los dos mecheros de gas, dentro de sus pantallas de vidrio, siempre tenían la llama baja, ya fuera por economía o por consideración a los clientes.

  • von Juan Cortes De Tolosa
    15,90 €

    A Don Juan Ibáñez de Segovia, caballero del Orden de Calatrava y tesorero general de su MajestadPara salir a luz este trabajo ha necesitado de la protección de vuesa merced, en quien, como a todos es notorio, concurren loables partes; por cuya causa, cuando no haya acertado en él, lo habré hecho en la dirección, particularmente mostrándome agradecido a los beneficios que de vuesa merced recibí con circunstancia tan noble como no serle pedidos, y en alguna manera quedan pagados, y él también lo queda más que su sujeto merece, pues elegí para honralle a quien para mayores cosas eligió su Majestad. Servidor de vuesa merced que sus manos besa.JUAN CORTÉS DE TOLOSA

  • von Tirso de Molina
    9,99 €

    ARIADNA: Mil veces triunfes en Creta. ¡oh, padre augusto! ¡Oh, monarca! ¡Asombro de cuanto abarca la luz del mayor planeta! Mil veces huelles sujeta la redondez que ya tienes a tus plantas, pues que vienes de aquistar cuanto dilata, y otras mil. Dafnes ingrata diadema ciña a tus sienes. Honren mis labios tus pies. MINOS: o, Ariadna; no, hija mía, que eres alba de mi día y celestial tu interés. No es bien que los labios des a los pies de quien te adora, si no es que con ellos Flora, cuando me aprestas laureles, me aprisione en tus claveles, grillos ellos, tú su aurora. Creta, que en el mar del Ponto ceñida de su profundo, es lo mismo que este mundo para el torpe vicio pronto. Las veces que me remonto a ejercitar mis crueldades en tantas diversidades y naciones de su esfera, por ser tu patria me espera con todas sus cien ciudades. Cien metrópolis, presuma eternizar de edificios inmortales, pues los vicios que la habitan son sin suma. Cuanto la escama y la pluma, el aire y el agua inquieta, cuanto el monte se prometa delicioso, cuanto el valle, todo he dispuesto que se halle mejorado en nuestra Creta. Aquí nos colma Minerva el espléndido licor, que el fuego consumidor para eterna luz conserva. Aquí la caza en la hierba, la sierra sus salvajinas, y en sus entrañas las minas de los monarcas metales hechizo de los mortales y de la virtud ruinas. Aquí, aunque en término angosto, cuelgan joyeles racimos de los sarmientos opimos, oro potable en su mosto. Aquí pródigo el agosto golfos de mieses que cría ondea el viento cada día, conque airoso el Amor saco, porque sin Ceres ni Baco dicen que Venus se enfría. Éste es mi reino, éste Creta, patria de aquellos jayanes, ya Curetes ya Titanes, que mi dominio sujeta. Los que al son de la trompeta de mi voz inobediente apenas en el oriente de sus instantes primeros desnudaron los aceros contra el mismo Omnipotente. Éstos y yo hemos vencido cuanto esos golfos abrazan; en mis deleites se enlazan cuantos son, serán y han sido. Mis estampas he esculpido en los cuellos megarenses, porque triunfen los cretenses mientras el alfanje afila ingrata a su padre Scila y tiemblan los atenienses. Reinaba en Megara Niso, y en un cabello fatal fundaba el trono inmortal que perdió su poco aviso. En solo un cabello quiso que su reino eternizase el hado, y que éste imitase de la púrpura al color, el cual, cortado, al rigor caduco se sujetase.

  • von Virginia Woolf
    15,90 €

    Hay una frase en la «Vida de Gray», del doctor Johnson, que bien pudo ser escrita en todas esas salas, demasiado humildes para ser llamadas bibliotecas, aunque llenas de libros, donde gente anónima se entrega a la lectura: «¿ me regocijo de coincidir con el lector común; pues el sentido común de los lectores, incorrupto por prejuicios literarios, después de todos los refinamientos de la sutileza y el dogmatismo de la erudición, debe decidir en último término sobre toda pretensión a los honores poéticos». Define sus cualidades; dignifica sus fines; se dedica a una actividad que devora una gran cantidad de tiempo, y sin embargo tiende a no dejar tras de sí nada muy sustancial: la sanción al reconocimiento del gran hombre. El lector común, como da a entender el doctor Johnson, difiere del crítico y del académico. Está peor educado, y la naturaleza no lo ha dotado tan generosamente. Lee por placer más que para impartir conocimiento o corregir las opiniones ajenas. Le guía sobre todo un instinto de crear por sí mismo, a partir de lo que llega a sus manos, una especie de unidad ¿un retrato de un hombre, un bosquejo de una época, una teoría del arte de la escritura. Nunca cesa, mientras lee, de levantar un entramado tambaleante y destartalado que le dará la satisfacción temporal de asemejarse al objeto auténtico lo suficiente para permitirse el afecto, la risa y la discusión. Apresurado, impreciso y superficial, arrancando ora este poema, ora esa astilla de un mueble viejo, sin importarle dónde lo encuentra o cuál sea su naturaleza siempre y cuando sirva a su propósito y complete su estructura, sus deficiencias como crítico son demasiado obvias para señalarlas; pero si, como afirmaba el doctor Johnson, tiene voz en el reparto último de los honores poéticos, entonces, tal vez, merezca la pena anotar unas cuantas de las ideas y opiniones que, insignificantes por sí mismas contribuyen, no obstante, a tan grandioso resultado.

  • von Rudyard Kipling
    15,90 €

    LOS HERMANOS DE MOWGLIMang, ese ciego con alas, suelta las bridas de la noche. Rann es su amigo, en él cabalga. Duermen las vacas sueños torpes. Los corderos tiemblan, balan, y tras la puerta se esconden. Somos dueños hasta el alba. Queremos siempre ser libres, fuerza, pasión desatada. Que abunde siempre la caza. Será así, si en la Ley vives.Las colinas de Seeonee parecían un horno. Padre Lobo, que había pasado todo el día durmiendo, se despertó. Se rascó, bostezó y fue estirando una tras otra las patas. Quería desprenderse de todo el sopor y la rigidez que se había acumulado en ellas. Madre Loba estaba echada. Su cabeza gris reposaba, en señal de cariño y protección, sobre los lobatos, cuatro animalitos indefensos y chillones. La Luna brillaba en todo su esplendor nocturno fuera de la cueva. ¿¿¡Ahuugr! ¿¿sentenció Padre Lobö¿. Es hora de salir de caza ¿¿y ya estaba a punto de lanzarse pendiente abajo, cuando se presentó a la entrada de la cueva una sombra menuda y furtiva; era bien visible su cola esponjosa. Empezó en tono lastimero: ¿¿Buena suerte, jefe de los lobos. Y que la misma buena suerte sea siempre con tus hijos. Que puedan estar eternamente orgullosos de sus fuertes colmillos. Y que jamás les falte el apetito. Era el chacal ¿¿Tabaqui el lameplatos¿¿ el que así habló. En la India los lobos desprecian a Tabaqui por ser un chismoso. Siempre anda con cuentos e historias de un lado para otro. También lo desprecian por su dieta: despojos y todo lo que haya mínimamente aprovechable en cualquier basurero.

  • von Roberto Arlt
    15,90 €

    Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia. Decoraban el frente del cuchitril las policromas carátulas de los cuadernillos que narraban las aventuras de Montbars el Pirata y de Wenongo el Mohicano. Nosotros los muchachos al salir de la escuela nos deleitábamos observando los cromos que colgaban en la puerta, descoloridos por el sol. A veces entrábamos a comprarle medio paquete de cigarrillos Barrilete, y el hombre renegaba de tener que dejar el banquillo para mercar con nosotros. Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo,y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera. Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: "Guárdate de los señalados de Dios."

  • von Joaquin Dicenta
    9,99 €

    En la noche destaca la silueta gris del presidio, edificado junto al mar. Las olas baten el cimiento y salpican los muros.Los alertas del centinela viajan de garita a garita, amenazando con la muerte a quienes sueñan la evasión. El aire gruñe al entrar en los patios. La niebla se desploma contra el edificio, y se ciñe a él en pliegues chorreantes. Sacudida por el vendaval, da la impresión de una hopa.Recio es el vendaval. Sus rafagazos aúllan en la atmósfera canciones de agonía. Olas y truenos acompañan las estrofas del viento. Las olas no se ven; se las oye galopando sobre la niebla, rompiendo con gritos de espuma en el rocaje. A veces abre un rayo las nubes. A su luz gallardean los airones blancos del mar.Dentro del presidio suenan los pisares monótonos del centinela que pasa y repasa frente al portón de hierro; más dentro aún se escucha el viaje de las rondas. Fuera estos, ningún ruido humano estremece aquel mundo aislado del nuestro con triple juego de cerrojos.El portón abre contra un pasillo. Al frente del pasillo se tiende una reja espaciada con otra. Hay entre ambas hueco sobrado a impedir los garrazos del odio y las caricias del amor. Algo por el estilo existe en las casas de fieras.El enrejado descubre un segundo portón. Camino ofrece a los interiores del presidio. Al abrirse el portón, quienes acuden de la calle miran avanzar entre brumas a las criaturas del crimen. En aquellas brumas se abocetan caras de ansiedad, brazos temblorosos. Las criaturas de las leyendas infernales asoman en igual actitud por el boquete que1es permite ver el cielo. Aquí es realidad la leyenda.

  • von Lope de Vega
    15,90 €

    En El Loco por fuerza, comedia probablemente escrita por Lope de Vega entre 1597 y 1608, que transcurre entre Zaragoza y sus montañas, se contemplan las conflictivas relaciones de dos grupos de personajes: castellanos y aragoneses. Este artículo analiza, en el contexto de las revueltas aragonesas de 1591, la representación de Aragón que ofrece el dramaturgo. Para ello, tras abordar los distintos espacios constituyentes de la comedia, se examina más detenidamente uno de ellos, el hospital de locos, y se valora la posibilidad de que el internamiento forzado del galán sea un trasunto de las prisiones del ex secretario de Felipe II, Antonio Pérez. Finalmente, se proponen algunas hipótesis de lectura conjunta de esta comedia y de otra de Lope de Vega, Los locos de Valencia, con la que presenta llamativas similitudes en lo que atañe a los manicomios, el asunto de Antonio Pérez y las Relaciones que éste escribió.

  • von L. Frank Baum
    9,99 €

    Dorothy vivía en medio de las extensas praderas de Kansas, con su tío Henry, que era granjero, y su tía Em, la esposa de éste. La casa que los albergaba era pequeña, pues la madera necesaria para su construcción debió ser transportada en carretas desde muy lejos. Constaba de cuatro paredes, piso y techo, lo cual formaba una habitación, y en ella había una cocina algo herrumbrada, un mueble para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande situada en un rincón, y Dorothy ocupaba una pequeñita en otro rincón. No había altillo ni tampoco sótano, salvo un hueco cavado en el piso, y al que llamaban refugio para ciclones, donde la familia podía cobijarse en caso de que se descargara un huracán lo bastante fuerte como para barrer con cualquier edificio que hallara en su camino. A este hueco ¿pequeño y oscurö se llegaba por medio de una escalera y una puerta trampa que había en medio del piso. Cuando Dorothy se detenía en el vano de la puerta y miraba a su alrededor, no podía ver otra cosa que la gran pradera que los rodeaba. Ni un árbol ni una casa se destacaba en la inmensa llanura que se extendía en todas direcciones hasta parecer juntarse con el cielo. El sol había calcinado la tierra arada hasta convertirla en una masa grisácea con una que otra rajadura aquí y allá. Ni siquiera la hierba era verde, pues el sol había quemado la parte superior de sus largas hojillas hasta teñirlas del mismo gris predominante en el lugar. En un tiempo la casa estuvo pintada, pero el calor del astro rey había levantado ampollas en la pintura y las lluvias se llevaron a ésta, de modo que la vivienda tenía ahora la misma tonalidad grisácea y opaca que todo lo que la circundaba.

  • von William Shakespeare
    9,99 €

    ANTONIO.- En verdad, ignoro por qué estoy tan triste. Me inquieta. Decís que a vosotros os inquieta también; pero cómo he adquirido esta tristeza, tropezado o encontrado con ella, de qué substancia se compone, de dónde proviene, es lo que no acierto a explicarme. Y me ha vuelto tan pobre de espíritu, que me cuesta gran trabajo reconocerme. SALARINO.- Vuestra imaginación se bambolea en el océano, donde vuestros enormes galeones, con las velas infladas majestuosamente, como señores ricos y burgueses de las olas, o, si lo preferís, como palacios móviles del mar, contemplan desde lo alto de su grandeza la gente menuda de las pequeñas naves mercantes, que se inclinan y les hacen la reverencia cuando se deslizan por sus costados con sus alas tejidas SALANIO.- Creedme, señor; si yo corriera semejantes riesgos, la mayor parte de mis afecciones se hallaría lejos de aquí, en compañía de mis esperanzas. Estaría de continuo lanzando pajas al aire para saber de dónde viene el viento. Tendría siempre la nariz pegada a las cartas marinas para buscar en ellas la situación de los puertos, muelles y radas; y todas las cosas que pudieran hacerme temer un accidente para mis cargamentos me pondrían indudablemente triste. SALARINO.- Mi soplo, al enfriar la sopa, me produciría una fiebre, cuando me sugiriera el pensamiento de los daños que un ciclón podría hacer en el mar. No me atrevería a ver vaciarse la ampolla de un reloj de arena, sin pensar en los bajos arrecifes y sin acordarme de mi rico bajel Andrés, encallado y ladeado, con su palo mayor abatido por encima de las bandas para besar su tumba. Si fuese a la iglesia, ¿podría contemplar el santo edificio de piedra, sin imaginarme inmediatamente los escollos peligrosos que, con sólo tocar los costados de mi hermosa nave, desperdigarían mis géneros por el océano y vestirían con mis sedas a las rugientes olas, y, en una palabra, sin pensar que yo, opulento al presente, puedo quedar reducido a la nada en un instante? ¿Podría reflexionar en estas cosas, evitando esa otra consideración de que, si sobreviniera una desgracia semejante, me causaría tristeza? Luego, sin necesidad de que me lo digáis, sé que Antonio está triste porque piensa en sus mercancías.

  • von Manuel Fernandez y Gonzalez
    15,90 €

    En que se trata de un percance que le sobrevino a un barbero de Sevilla, por meterse a afeitar a oscuras. Había en la ilustrísima ciudad de Sevilla, allá por los tiempos en que llegaban a la Torre del Oro, que a la margen del claro y profundo Guadalquivir se levanta, los galeones cargados de oro que venían de las Indias, y cuando reinaba en España el señor rey don Felipe el Segundo, de clara y pavorosa memoria, en la calle de las Sierpes, y en una rinconada a la que jamás llegaba el sol, como no fuese en verano y al mediodía, un tinglado de madera, de dos altos, desvencijado y giboso, al que llamaban casa, y en el cual vivía una valiente persona, cuyo apellido y nombre de pila ignoraba él mismo, que si los tuvo olvidolos, y nadie le conocía ni él respondía más que por el sobrenombre de Viváismilaños, cortesanía que empleaba para saludar a todo el mundo. Era de mediana edad, entre los treinta y cinco y los cuarenta, de no mala apariencia, agradable y sonriente el rostro, morena la color, agudas las facciones, sutil la sonrisa, la mirada rebuscona, y no mezquino el cuerpo; vivía de rasurar y rapar, entreteniendo durante el día sus ocios con el puntear de una vihuela morisca que le dejó su padre, ya harto usada por sus abuelos, y cantando como un ruiseñor las alegres canciones de la tierra, y las que él mismo componía, para lo que se daba muy buena gracia; comadreaba a las comadres de la vecindad, y, fuera de esto, las vendía untos y bebedizos, y las leía el sino, y las traía a todas engañadas y pendientes de sus labios; y a tal llegaba la fama de brujo y de hechicero del señor Viváismilaños, que más de una vez la Inquisición se había metido en sus asuntos, y había quien se acordaba de haberle visto con coroza y sambenito, luciendo su persona en un auto de fe.

  • von Hermann Sudermann
    9,99 €

    ¿Desde cuándo lleva su nombre el «Molino silencioso»? No lo sé. Desde que lo conozco es un viejo edificio medio derruido, resto lastimoso de una época ya desaparecida.Descascarados y sin techo, sus muros, que los años desmoronan, se alzan hacia el cielo dejando paso libre a todos los vientos. Dos grandes muelas redondas, que sin duda trabajaron valientemente en otro tiempo, han roto el armazón carcomido que las sostenía, y, arrastradas por su propio peso, se han hundido profundamente en el suelo.La rueda grande permanece suspendida de través entre los dos soportes podridos. Las paletas han desaparecido; sólo los rayos se alzan todavía en el aire, como brazos que se tienden hacia el cielo para implorar el golpe de gracia.El musgo y las algas lo han cubierto todo con un manto de verdor a través del cual el berro muestra sus hojas redondas, de palidez enfermiza. Un canal medio arruinado vierte dulcemente el agua, que cae gota a gota con un ruido cuya monotonía adormece, sobre los rayos de la rueda, que salta hecha polvo y que llena el aire de vapor húmedo.Oculto bajo una capa de leños grises, el arroyo esparce un olor de agua corrompida. Todo lleno de algas y de hierbas, ha sido invadido por los pinos acuáticos y los juncos; en el medio solamente resalta un hilo de agua cenagosa y negra, en el que se columpia perezosamente la lenteja acuática, con sus hojas delicadas de color verde claro.En otro tiempo, el arroyo del molino corría alegremente, la espuma brillaba blanca como la nieve a lo largo del dique, las ruedas enviaban hasta la aldea el ruido alegre de su tictac; y, en el patio, los carros iban y venían en largas filas, mientras resonaba a lo lejos la voz potente del viejo molinero.Este se llamaba Felshammer; y bastaba verlo para comprender que merecía ese nombre[*]. Era todo un hombre. Tenía fuerzas de sobra para hacer saltar las rocas. Había que evitar con cuidado burlarse de él o contrariarlo, porque entonces montaba en ira, apretaba los puños, las venas de las sienes se le hinchaban como cuerdas; y, cuando se ponía a jurar, todo el mundo temblaba y hasta los perros huían.

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