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Bücher der Reihe Littérature d'Espagne du Siècle d'or à aujourd'hui

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  • von Charles Dickens
    19,90 €

    ¿Pues bien; lo que yo quiero son realidades. No les enseñéis a estos muchachos y muchachas otra cosa que realidades. En la vida sólo son necesarias las realidades. No planteéis otra cosa y arrancad de raíz todo lo demás. Las inteligencias de los animales racionales se moldean únicamente a base de realidades; todo lo que no sea esto no les servirá jamás de nada. De acuerdo con esta norma educo yo a mis hijos, y de acuerdo con esta norma hago educar a estos muchachos. ¡Ateneos a las realidades, caballero! La escena tenía lugar en la sala abovedada, lisa, desnuda y monótona de una escuela, y el índice, rígido, del que hablaba, ponía énfasis en sus advertencias, subrayando cada frase con una línea trazada sobre la manga del maestro. Contribuía a aumentar el énfasis la frente del orador, perpendicular como un muro; servían a este muro de base las cejas, en tanto que los ojos hallaban cómodo refugio en dos oscuras cuevas del sótano sobre el que el muro proyectaba sus sombras. Contribuía a aumentar el énfasis la boca del orador, rasgada, de labios finos, apretada. Contribuía a aumentar el énfasis la voz del orador, inflexible, seca, dictatorial. Contribuía a aumentar el énfasis el cabello, erizado en los bordes de la ancha calva, como bosque de abetos que resguardase del viento su brillante superficie, llena de verrugas, parecidas a la costra de una tarta de ciruelas, que daban la impresión de que las realidades almacenadas en su interior no tenían cabida suficiente. La apostura rígida, la americana rígida, las piernas rígidas, los hombros rígidos¿, hasta su misma corbata, habituada a agarrarle por el cuello con un apretón descompuesto, lo mismo que una realidad brutal, todo contribuía a aumentar el énfasis.

  • von Homer
    19,90 €

    Háblame, Musa, del hombre de múltiples tretas que por muy largo tiempo anduvo errante, tras haber arrasado la sagrada ciudadela de Troya, y vio las ciudades y conoció el modo de pensar de numerosas gentes. Muchas penas padeció en alta mar él en su ánimo, defendiendo su vida y el regreso de sus compañeros. Mas ni aun así los salvó por más que lo ansiaba. Por sus locuras, en efecto, las de ellos, perecieron, ¡insensatos!, que devoraron las vacas de Helios Hiperión. De esto, parte al menos, diosa hija de Zeus, cuéntanos ahora a nosotros. Por entonces ya todos los demás que de la abrupta muerte habían escapado se hallaban en sus hogares puestos a salvo de la guerra y del mar. Y sólo a él, ansioso del regreso y de su esposa, lo retenía una ninfa venerable, Calipso, divina entre las diosas, en sus cóncavas grutas, deseosa de que fuera su marido. Aun cuando ya, en el transcurso de los años, llegó el tiempo en que los dioses habían fijado que volviera a su casa, a Ítaca, todavía entonces no, estaba a salvo de peligros ni en la compañía de los suyos.

  • von Rudyard Kipling
    19,90 €

    Kim ¿que había echado a patadas al chico de Lala Dinananth de los muñones del cañón¿ tenía una cierta justificación, ya que los ingleses dominaban el Punyab y Kim era inglés. Aunque su piel era de un moreno carbón, como la de cualquier nativo; aunque hablaba de preferencia la lengua nativa y se expresaba en su lengua materna con un deje entrecortado e inseguro; aunque estaba en términos de perfecta igualdad con los niños pequeños del bazar; Kim era blanco, un blanco pobre entre los más pobres. La mestiza que lo cuidaba (fumaba opio y aparentaba regentar una tienda de muebles de segunda mano en la plaza donde esperaban los carruajes de alquiler baratos) les contó a los misioneros que ella era hermana de la madre de Kim; pero la madre de este había sido niñera en la familia de un coronel y se había casado con Kimball O¿Hara, un joven sargento portaestandarte de los Mavericks, un regimiento irlandés. Tras la boda, O¿Hara aceptó un puesto en la línea de ferrocarril Sind-Punyab-Delhi y su regimiento regresó a casa sin él. La esposa murió de cólera en Ferozepore y O¿Hara empezó a beber y a vagabundear arriba y abajo de la línea de ferrocarril con el niño de tres años de ojos vivarachos. Preocupados por el niño, las sociedades filantrópicas y los capellanes intentaron arrebatárselo, pero O¿Hara se mantuvo a distancia, hasta que se cruzó con la mujer que fumaba opio y, a través de ella, le cogió el gusto, y murió como los hombres blancos pobres mueren en la India. En el momento de su muerte, sus posesiones consistían en tres papeles. A uno de ellos le llamaba su ne varietur, porque estas palabras estaban escritas en el papel y sobre ellas echó su firma; otro de los papeles era su certificado de exención. El tercero era el certificado de nacimiento de Kim.

  • von Lewis Wallace
    19,90 €

    El Jebel-es-Zubleh es una montaña de más de cincuenta millas de longitud y tan estrecha que su dibujo en el mapa se parece a una oruga reptando de sur a norte. De pie sobre sus peñascos pintados de rojo y blanco, sólo se ve el desierto de Arabia, que los vientos del este, tan odiados por los cultivadores de vides, se han reservado como terreno de juego desde el principio de los tiempos. El pie de dichos montes está bien cubierto de arenas arrastradas por el Éufrates y depositadas allí, porque la montaña constituye un muro protector de los campos de Boab y de Ammón, al oeste, que de otro modo formarían parte del desierto. El árabe ha dejado el sello de su lengua en todo lo que se encuentra al sur y al este de Judea; de modo que, en su idioma, el viejo Jebel es el padre de innumerables wadis que, cortando la vía romana (vaga sombra de lo que fue en otro tiempo, polvoriento sendero recorrido hoy por los peregrinos que van y vienen de La Meca), imprimen sus surcos, profundizando a medida que avanzan, para llevar las avenidas de la estación lluviosa al Jordán, o a su último receptáculo, el mar Muerto. De uno de aquellos barrancos (o, más concretamente, del que corre por el extremo del Jebel y, extendiéndose del este hacia el norte, acaba por constituir el lecho del río Jabbok) salía un viajero que se dirigía hacia las altiplanicies del desierto.

  • von San Juan de la Cruz
    19,90 €

    Muy bien haces, oh alma, en buscarle siempre escondido, porque mucho ensalzas a Dios y mucho te llegas a él, teniéndole por más alto y profundo que todo cuanto puedes alcanzar; y por tanto, no repares en parte ni en todo de lo que tus potencias pueden comprehender, quiero decir, que nunca te quieras satisfacer en lo que entiendes de Dios, sino en lo que no entendieres de él; y nunca pares en amar y deleitarte en eso que entendieres o sintieres de Dios, sino ama y deléitate en lo que no puedes entender ni sentir de él; que eso es, como habemos dicho, buscarle en fe; que pues es Dios inaccesible y escondido; como también habemos dicho, aunque más te parezca que le hallas y le sientes y le entiendes, siempre le has de tener por escondido, y le has de servir escondido en escondido. Y no seas como muchos insipientes, que piensan bajamente de Dios, entendiendo que cuando no le entienden o no le gustan o no lo sienten está Dios más lejos y más escondido; siendo más verdad lo contrario, que cuanto menos le entienden más se llegan a él;

  • von Baltasar Gracian
    19,90 €

    AL QUE LEYERE A los grandes hombres nada les satisface sino lo mucho; por eso no depreco yo lectores grandes, convido sólo al benigno y gustoso, y le presento este tratado de la senectud con particular novedad. Nadie censura que las cosas no se hagan, pero sí que no se hagan bien; pocos dicen por qué no se hizo esto o aquello, pero sí por qué se ha hecho mal. Confieso que hubiera sido mayor acierto el no emprender esta obra, pero no lo fuera ya el no acabarla: eche el sello esta tercera parte a las otras. Muchos borrones toparás, sí lo quisieres acertar: haz de todos uno. Para su enmienda te dejo las márgenes desembarazadas, que suelo yo decir que se introdujeron para que el sabio letor las vaya llenando de lo que olvidó o no supo el autor, para que corrija él lo que erró éste. Sola una cosa quisiera que me estimases, y sea el haber procurado observar en esta obra aquel magistral precepto de Horacio, en su inmortal Arte de todo discurrir, que dice: Denique sit quod vis simplex dumtaxat et unum. Cualquier empleo del discurso y la invención, sea lo que quisieres, o épica o cómica u oratoria, se ha de procurar que sea una, que haga un cuerpo, y no cada cosa de por sí, que vaya unida, haciendo un todo perfecto. También he atendido en esta tercera parte huir del ordinario tope de los más autores, cuyas primeras partes suelen ser buenas, las segundas ya flaquean, y las terceras de todo punto descaecen. Yo he afectado lo contrario, no sé si lo habré conseguido: que la segunda fuese menos mala que la primera, y esta tercera que la segunda. Dijo un grande lector de una obra grande que sólo le hallaba una falta, y era el no ser o tan breve que se pudiera tomar de memoria, o tan larga que nunca se acabara de leer: si no se me permitiere lo último por lo eminente, sea por lo cansado y prolijo. Otras más breves obras te ofrezco, y aunque no puedo lo que franqueaba a sus apasionados el erudito humanista y insigne jurisperito Tiraquelo sí aquello de un librillo en cada un año redituará mi agradecimiento. ¿Vale.

  • von Arthur Conan Doyle
    19,90 €

    En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair, ocurrido en las más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía interesado a todo Londres y consternado al mundo elegante. El público estaba ya informado de los detalles del crimen que habían salido a la luz durante la investigación policial; pero en aquel entonces se había suprimido mucha información, ya que el ministerio fiscal disponía de pruebas tan abrumadoras que no se consideró necesario dar a conocer todos los hechos. Hasta ahora, después de transcurridos casi diez años, no se me ha permitido aportar los eslabones perdidos que faltaban para completar aquella notable cadena. El crimen tenía interés por sí mismo, pero para mí aquel interés se quedó en nada, comparado con una derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la sorpresa mayores de toda mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo, me estremezco al pensar en ello y siento de nuevo aquel repentino torrente de alegría, asombro e incredulidad que inundó por completo mi mente. Aquí debo pedir disculpas a ese público que ha mostrado cierto interés por las ocasiones y fugaces visiones que yo le ofrecía de los pensamientos y actos de un hombre excepcional, por no haber compartido con él mis conocimientos. Me habría considerado en el deber de hacerlo de no habérmelo impedido una prohibición terminante, impuesta por su propia boca, que no se levantó hasta el día 3 del mes pasado.

  • von Carlos Maria Ocantos
    15,90 €

    Pampa se había quedado dormida, acurrucada en el umbral. Envuelta su monstruosa cabeza en el refajo de bayeta amarilla, que había levantado por detrás al sentarse; un pie montado sobre el otro, como para prestarse mutuo calor, calzados ambos en gruesos zapatos claveteados; las manos debajo del delantal blanco, dormía sobre la dura piedra, como sobre un cómodo colchón de muelles. ¡Pobre Pampa! Cansada del fregoteo de platos, del bruñido de cuchillos y del lavado de vasos, de traer y llevar, de bajar y subir, de salir y de entrar, había obtenido la promesa de acompañar a la señora a una visita de intimidad aquel día, lo que le serviría de pretexto, para ver las calles y quizá la plaza de la Victoria; pues con ser 25 de Mayo, fiesta patria, había Tedéum, rifa, parada militar y qué sé yo. Soñaba la india en las lindas cosas que vería: tanta bandera; tanta gente endomingada; los niños, con traje de terciopelo, muy orondos, agarrotados los dedos por los guantes; las niñas, de blanco, unas con banda azul y otras no; las personas que se agolpaban a las ventanas del Cabildo, donde el transeunte es asaltado por una, dos o tres señoritas, que le meten por las narices, como si dieran a oler una pastilla, la cedulita de la rifa, y le marean y le cercan, y le siguen y le persiguen, repitiendo:¡Caballero! ¿una cedulita? ¿una cedulita, caballero?como muletilla de mendigo.

  • von Charles Dickens
    19,90 €

  • von Herman Melville
    19,90 €

    ¿Wellington, ya que tienes intención de embarcarte, ¿por qué no te llevas mi chaqueta de caza?; es justo lo que necesitas¿ Llévatela, te ahorrarás tener que comprar una. Ya lo verás, es muy caliente; tiene los faldones largos, duros botones de cuerno y muchos bolsillos. Así, con toda la bondad y sencillez de su corazón, me habló mi hermano mayor la víspera de mi partida hacia el puerto. Y, Wellington ¿añadió¿, ya que ambos andamos cortos de dinero, y te hace falta un equipo, y no tengo nada que darte, puedes llevarte también mi carabina y venderla en Nueva York por lo que te den. No, llévatela, a mí ya no me sirve; no me queda pólvora para cargarla. Por aquel entonces yo no era más que un muchacho. No mucho tiempo antes mi madre se había trasladado desde Nueva York a un agradable pueblo junto al río Hudson, donde vivíamos muy tranquilos en una casita. Varios amargos desengaños en ciertos planes que había proyectado y la necesidad de hacer algo para ganarme la vida, unidos a mi natural disposición aventurera, habían conspirado en mi interior para enviarme al mar como marinero.

  • von Horacio Quiroga
    15,90 €

    Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:¿¿Quién es? No parece fea.¿¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece¿Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, pero completamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o de gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.¿¡Qué encanto!¿murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre al almohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aún carruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.

  • von Jules Verne
    19,90 €

    ¿Señor, un nuevo mensaje. ¿¿De dónde viene? ¿De Tomsk. ¿¿Está cortada la comunicación más allá de esta ciudad? ¿Sí, señor; desde ayer.¿General, envíe un mensaje cada hora a Tomsk para que me tengan al corriente de cuanto ocurra.¿A sus órdenes, señor ¿respondió el general Kissoff.Este diálogo tenía lugar a las dos de la madrugada, cuando la fiesta que se celebraba en el Palacio Nuevo estaba en todo su esplendor. Durante aquella velada, las bandas de los regimientos de Preobrajensky y de Paulowsky no habían cesado de interpretar sus polcas, mazurcas, chotis y valses escogidos entre lo mejor de sus repertorios. Las parejas de bailadores se multiplicaban hasta el infinito a través de los espléndidos salones de Palacio, construido a poca distancia de la «Vieja casa de Piedra», donde tantos dramas terribles se habían desarrollado en otros tiempos y cuyos ecos parecían haber despertado aquella noche para servir de tema a los corrillos.

  • von Nicolas Maquiavelo
    19,90 €

    Aunque por la natural envidia de los hombres haya sido siempre tan peligroso descubrir nuevos y originales procedimientos como mares y tierras desconocidos, por ser más fácil y pronta la censura que el aplauso para los actos ajenos, sin embargo, dominándome el deseo que siempre tuve de ejecutar sin consideración alguna lo que juzgo de común beneficio, he determinado entrar por vía que, no seguida por nadie hasta ahora, me será difícil y trabajosa; pero creo que me proporcione la estimación de los que benignamente aprecien mi tarea. Si la pobreza de mi ingenio, mi escasa experiencia de las cosas presentes y las incompletas noticias de las antiguas hacen esta tentativa defectuosa y no de grande utilidad, al menos enseñaré el camino a alguno que con más talento, instrucción y juicio realice lo que ahora intento, por lo cual, si no consigo elogio, tampoco mereceré censura.

  • von Honore De Balzac
    19,90 €

    Hacia las tres de la tarde de un día del mes de octubre de 1844, un hombre de unos sesenta años, pero a quien todo el mundo hubiese creído mayor, andaba por el bulevar de los Italianos, con la cabeza gacha, los labios sumidos, como un negociante que acaba de hacer un excelente negocio, o como un joven contento de sí mismo saliendo del gabinete de una dama. Ésta es en París la máxima expresión conocida de la satisfacción personal en un hombre. Al divisar de lejos al anciano, las personas que van allí todos los días a sentarse en las sillas, entregadas al placer de analizar a los paseantes, dejaban todas que en su rostro se pintara esta sonrisa tan propia de la gente de París, y que dice tantas cosas irónicas, burlonas o compasivas, pero que para animar la faz de un parisiense, hastiado de todos los espectáculos posibles, exige grandes curiosidades vivientes. Una frase bastará para comprender el valor arqueológico de aquel infeliz, y la razón de la sonrisa que se repetía como un eco en todos los ojos. Una vez preguntaron a Hyacinthe, un actor célebre por sus ocurrencias, de dónde sacaba aquellos sombreros que hacían desternillar de risa al público. «No los saco de ninguna parte, los guardo», respondió. Pues bien, entre el millón de actores que componen la gran compañía de París, hay Hyacinthes que ignoran que lo son, y que conservan en su atuendo todas las antiguallas del pasado, y que se os aparecen como la personificación de toda una época para provocar vuestra hilaridad cuando os paseáis rumiando algún amargo sinsabor causado por la traición de un ex amigo.

  • von Vicente Blasco Ibañez
    19,90 €

    Como en todos los días de corrida, Juan Gallardo almorzó temprano. Un pedazo de carne asada fue su único plato. Vino, ni probarlo: la botella permaneció intacta ante él. Había que conservarse sereno. Bebió dos tazas de café negro y espeso, y encendió un cigarro enorme, quedando con los codos en la mesa y la mandíbula apoyada en las manos, mirando con ojos soñolientos a los huéspedes que poco a poco ocupaban el comedor. Hacía algunos años, desde que le dieron «la alternativa» en la Plaza de Toros de Madrid, que venía a alojarse en el mismo hotel de la calle de Alcalá, donde los dueños le trataban como si fuese de la familia, y mozos de comedor, porteros, pinches de cocina y viejas camareras le adoraban como una gloria del establecimiento. Allí también había permanecido muchos días¿envuelto en trapos, en un ambiente denso cargado de olor de yodoformo y humo de cigarros¿a consecuencia de dos cogidas; pero este mal recuerdo no le impresionaba. En sus supersticiones de meridional sometido a continuos peligros, pensaba que este hotel era «de buena sombra» y nada malo le ocurriría en él. Percances del oficio; rasgones en el traje o en la carne; pero nada de caer para siempre, como habían caído otros camaradas, cuyo recuerdo turbaba sus mejores horas.

  • von Sor Juana Ines de la Cruz
    15,90 €

    MÚSICA: Para celebrar cuál es de las dichas la mayor, a la ingeniosa palestra convoca a todos mi voz. ¡Venid al pregón: atención, silencio, atención, atención! Siendo el asunto, a quién puede atribuírse mejor, si al gusto de la Fineza, o del Mérito al sudor, ¡venid todos, venid, venid al pregón de la más ingeniosa, lucida cuestión! ¡Atención, silencio, atención, atención!Salen el MÉRITO y la DILIGENCIA, por un lado; y por otro la FORTUNA y el ACASOMÉRITO: Yo vengo al pregón; mas juzgo que es superflua la cuestión. FORTUNA: Yo, que tanta razón llevo, a vencer, no a lidiar voy. ACASO: Yo no vengo a disputar lo que puedo darme yo. MÚSICA: ¡Venid todos, venid, venid al pregón de la más ingeniosa, lucida cuestión! ¡Atención, silencio, atención, atención! MÉRITO: Sonoro acento que llamas; pause tu canora voz. Pues si el asunto es, cuál sea de las dichas la mayor, y a quién debe atribuírse después su consecución, punto que determinado por la natural razón está ya, y aun sentenciado --como se debe-- a favor del Mérito, ¿para qué es ponerlo en opinión? DILIGENCIA: Bien has dicho. Y pues lo eres tú, y yo parte tuya soy, que la Diligencia siempre al Mérito acompañó; pues aunque Mérito seas, si no te acompaño yo, llegas hasta merecer, pero hasta conseguir, no --que Mérito a quien, de omiso, la Diligencia faltó, se queda con el afán, y no alcanza el galardón--; pero supuesto que agora estamos juntos los dos, pues el Mérito eres tú y la Diligencia yo, no hay que temer competencias de Fortuna.

  • von Baldomero Lillo
    15,90 €

    La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulasTodos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigoroso hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grana por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

  • von Federico Di Roberto
    19,90 €

    Todos los que pasaron el otoño de 1894 en las orillas del lago de Ginebra, recuerdan sin duda todavía el trágico suceso de Ouchy, que produjo tanta impresión y proporcionó tan abundante alimento a la curiosidad, no sólo de las colonias de gente en vacaciones esparcidas en todas las estaciones del lago, sino también del gran público cosmopolita, al que los diarios lo refirieron.El 5 de octubre, pocos minutos antes de mediodía, el estampido de un arma de fuego y gritos confusos salidos de la villa Cyclamens, situada en mitad del camino de Lausana a Ouchy, interrumpieron violentamente la habitual tranquilidad del lugar y atrajeron a los vecinos y transeúntes. La villa Cyclamens estaba alquilada a una señora milanesa, la Condesa d'Arda, que la ocupaba todos los años, de junio a noviembre. La amistad de la Condesa con el Príncipe Alejo Zakunine, revolucionario ruso que había sido condenado primero en su país, expulsado en seguida de todos los Estados de Europa y refugiado últimamente en el territorio de la Confederación, era conocida desde tiempo atrás.

  • von Jane Austen
    19,90 €

    Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de una gran fortuna, necesita una esposa. Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas. ¿¿Mi querido señor Bennet ¿¿le dijo un día su esposä¿, ¿sabías que, por fin, se ha alquilado Netherfield Park?El señor Bennet respondió que no.¿¿Pues así es ¿¿insistió ellä¿; la señora Long ha estado aquí hace un momento y me lo ha contado todo.El señor Bennet no hizo ademán de contestar.¿¿¿No quieres saber quién lo ha alquilado? ¿¿se impacientó su esposa. ¿¿ Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo. Esta sugerencia le fue suficiente. ¿¿Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a finales de la semana que viene.

  • von Jose Maria De Pereda
    15,90 - 19,90 €

  • von Virginia Woolf
    19,90 €

    Son tan estrechas las calles que van del Strand al Embankment que no es conveniente que las parejas paseen por ellas cogidas del brazo. Haciéndolo, exponen a los empleadillos de tres al cuarto a meterse en los charcos, en su afán por adelantarles, o a recibir ellos un empujón u oír alguna frase, no siempre muy gramatical, de boca de las oficinistas en su apresurado camino. En las calles de Londres, la belleza pasa desapercibida, pero la excentricidad paga un elevado tributo. Es preferible que la estatura, porte y físico sean normales, con tendencia a lo vulgar; y en cuanto a la indumentaria, conviene que no llame la atención bajo ningún concepto. Una tarde otoñal, a la hora en que el tráfico empezaba a intensificarse, un hombre, que llamaba la atención por su elevada estatura, paseaba con una mujer prendida a su brazo. A su alrededor, y asaltándoles con airadas miradas, rebullían, como hormigas en su marcha incesante, una multitud de seres que parecían diminutos en comparación con la esbelta pareja. Esos seres insignificantes, cargados con papeles, carpetas de documentos y preocupaciones, correteaban pendientes de la obsesión de que su salario semanal dependía única y exclusivamente de su eficacia. Eso explica que miraran con poca benevolencia la excepcional estatura del señor Ambrose y la capa de su esposa, que se interponían en su febril actividad.

  • von Edith Wharton
    19,90 €

    Era una tarde de enero de comienzos de los años setenta. Christine Nilsson cantaba Fausto en el teatro de la Academia de Música de Nueva York. Aunque ya había rumores acerca de la construcción ¿a distancias metropolitanas bastante remotas, "más allá de la calle Cuarenta"¿ de un nuevo Teatro de la Opera que competiría en suntuosidad y esplendor con los de las grandes capitales europeas, al público elegante aún le bastaba con llenar todos los inviernos los raídos palcos color rojo y dorado de la vieja y acogedora Academia. Los más tradicionales le tenían cariño precisamente por ser pequeña e incómoda, lo que alejaba a los "nuevos ricos" a quienes Nueva York empezaba a temer, aunque, al mismo tiempo, le simpatizaban. Por su parte, los sentimentales se aferraban a la Academia por sus reminiscencias históricas, y a su vez los melómanos la adoraban por su excelente acústica, una cualidad tan problemática en salas construidas para escuchar música. Madame Nilsson debutaba allí ese invierno, y lo que la prensa acostumbraba a llamar "un público excepcionalmente conocedor" había acudido a escucharla, atravesando las calles resbaladizas y llenas de nieve en berlinas particulares, espaciosos landós familiares, o en el humilde pero práctico coupé Brown. Ir a la ópera en este último vehículo era casi tan decoroso como hacerlo en carruaje propio; y retirarse de igual manera tenía la inmensa ventaja de permitir (con una alusión jocosa a los principios democráticos) trepar en el primer transporte Brown de la fila, en vez de esperar hasta que apareciera la nariz congelada por el frío y congestionada por el alcohol del cochero particular reluciendo bajo el pórtico del Teatro. Una de las mejores intuiciones del cochero de alquiler fue descubrir que los norteamericanos desean alejarse de sus diversiones aún con mayor prontitud que llegar a ellas

  • von Emile Zola
    19,90 €

    La lamparilla, en su cuernacilla azulada, ardía sobre la chimenea, tras un libro cuya sombra oscurecía la mitad de la habitación. Daba una claridad tranquila que recortaba el velador y el canapé, perfilaba los amplios pliegues de los cortinones de terciopelo y azuleaba el espejo del armario de palisandro colocado entre las dos ventanas. La armonía burguesa de la pieza, el azul del tapizado de los muebles y de la alfombra, a esta hora nocturna, adquirían una indecisa suavidad de nube. Frente a las ventanas, en la parte en sombra, la cama, igualmente cubierta de terciopelo, formaba una masa negra, iluminada solamente por la palidez de las sábanas. Elena, con las manos cruzadas, respiraba suavemente en una actitud tranquila de madre y de viuda. En medio del silencio, el reloj dio la una. Los rumores del barrio habían muerto. Hasta estas alturas del Trocadero, París enviaba tan sólo su lejano ronquido. La leve respiración de Elena era tan suave, que no llegaba a agitar la línea casta de su pecho. Dormitaba en un sueño delicioso, tranquilo y firme, con su perfil correcto, sus cabellos castaños firmemente anudados, la cabeza inclinada, como si se hubiese dormido mientras estaba escuchando. Al fondo de la habitación, la puerta de un gabinete, abierta de par en par, agujereaba la pared con su cuadro en tinieblas.

  • von Jules Verne
    19,90 €

    En aquella época, 1885, cuarenta y seis años después de haber sido ocupada por Gran Bretaña, que hizo de ella una dependencia de Nueva Gales del sur, a los treinta y dos años de haber conquistado su autonomía, Nueva Zelanda se sentía devorada aún por la fiebre endémica del oro. Los desórdenes que engendró aquella fiebre no fueron tan destructores como en ciertas provincias del continente australiano. Sin embargo, hubo que lamentar algunas turbulencias que conmovieron el espíritu de la población de ambas islas. La provincia de Otago, que comprende la parte meridional de Tawaï-Pounamou, fue invadida por los buscadores de oro. Los yacimientos de Dutha atrajeron un gran número de aventureros. Para dar cuenta del febril movimiento minero de Nueva Zelanda, bastará decir que las extracciones auríferas desde 1814 a 1889 produjeron un rendimiento de 1200 millones de dólares. No solamente los australianos y los chinos caían sobre los ricos territorios como bandadas de aves de rapiña; también los americanos y los europeos abundaban. ¿Se extrañará alguien de que las tripulaciones de los barcos mercantes que hacían sus escalas en Auckland, Wellington, Christchurch, Napier, Invercargill y Dunedin no pudieran sustraerse a esta atracción desde su llegada al puerto?¿

  • von Lope de Vega
    19,90 €

    BELISA: Baja los ojos al suelo, porque sólo has de mirar la tierra que has de pisar. FENISA: ¡Qué! ¿No he de mirar al cielo? BELISA: No repliques bachillera. FENISA: Pues ¿no quieres que me asombre? Crïó Dios derecho al hombre porque el cielo ver pudiera; y de su poder sagrado fue advertencia singular, para que viese el lugar para donde fue crïado. Los animales, que el cielo para la tierra crïó, miren el suelo; mas yo ¿por qué he de mirar al suelo? BELISA: Mirar al cielo podrás con sólo el entendimiento; que un honesto pensamiento mira la tierra no más. La vergüenza en la doncella es un tesoro divino. Con ella a mil bienes vino, y a dos mil males sin ella. Cuando quieras contemplar en el cielo, en tu aposento con mucho recogimiento, tendrás, Fenisa, lugar. Desde allí contemplarás de su grandeza el proceso.

  • von Honore De Balzac
    19,90 €

    Durante las noches de invierno no cesa el ruido en la calle de Saint-Honoré sino por un momento; los hortelanos prolongan por ella, según van al Mercado Central, el ajetreo de los coches que vuelven de los espectáculos o los bailes. En medio de ese calderón que, en la gran sinfonía del barullo parisino, aparece a eso de la una de la madrugada, a la mujer del señor César Birotteau, perfumista con comercio cerca de la plaza de Vendôme, la despertó sobresaltada un sueño espantoso. La perfumista se vio por partida doble: se contempló cubierta de andrajos, girando con mano consumida el picaporte de su propia tienda, en la que se hallaba, al tiempo, en el umbral de la puerta y sentada en su sillón junto al mostrador; pedía limosna, se oía hablar a sí misma desde la puerta y en el mostrador. Quiso agarrar a su marido y puso la mano en un sitio frío. Tan intenso miedo sintió entonces que no pudo mover el cuello, pues se le quedó petrificado; se le pegaron las paredes de la garganta y le falló la voz; se quedó sentada, clavada en la cama, con los ojos dilatados y la mirada fija, el pelo dolorosamente sensible, los oídos repletos de ruidos raros y el corazón encogido, pero palpitante; en resumen, empapada en sudor y helada en medio de una alcoba que tenía abiertas ambas hojas de la puerta. El miedo es un sentimiento morbífico a medias; oprime de forma tal la maquinaria humana que o las facultades alcanzan súbitamente el grado máximo de fuerza o caen hasta el último grado de desorganización. A la fisiología la sorprendió durante mucho tiempo ese fenómeno, que desbarata sus sistemas y da al traste con sus conjeturas, aunque no por ello deje de ser sencillamente un rayo que le cae por dentro a la persona, aunque, como todos los accidentes eléctricos, sea peculiar y caprichoso en sus formas. Esta explicación se tornará vulgar el día en que los estudiosos admitan el gigantesco papel que desempeña la electricidad en el pensamiento humano.

  • von Emile Zola
    19,90 €

    A la vuelta, entre la aglomeración de carruajes que regresaban por la orilla del lago, la calesa tuvo que marchar al paso. En cierto momento el atasco fue tal que incluso debió detenerse. El sol se ponía en un cielo de octubre, de un gris claro, estriado en el horizonte por menudas nubes. Un último rayo, que caía de los macizos lejanos de la cascada, enfilaba la calzada, bañando con una luz rojiza y pálida la larga sucesión de carruajes inmovilizados. Los resplandores de oro, los reflejos vivos que lanzaban las ruedas parecían haberse fijado a lo largo de las molduras de un amarillo pajizo de la calesa, cuyos paneles azul fuerte reflejaban trozos del paisaje circundante. Y, en lo alto, de plano en la claridad rojiza que los iluminaba por detrás, y que hacía relucir los botones de cobre de sus capotes semidoblados, que caían del pescante, el cochero y el lacayo, con sus libreas azul oscuro, sus calzones crema y sus chalecos de rayas negras y amarillas, estaban erguidos, graves y pacientes, como sirvientes de una gran casa a quienes un atasco de carruajes no consigue enojar. Sus sombreros, adornados con una escarapela negra, tenían una gran dignidad. Sólo los caballos, un soberbio tronco de bayos, resoplaban con impaciencia.

  • von Ponson du Terrail
    26,90 €

    Los hundimientos del subterráneo continuaban con mayor violencia. La bóveda de la galería se desprendía acá y allá en pedazos enormes, que se deshacían al caer y cerraban todas las salidas. El suelo rugía y temblaba sin interrupción. Hubiérase creído presenciar uno de esos espantosos terremotos de las tierras volcánicas del Nuevo Mundo, que destruyen ciudades enteras. Vanda había caído de rodillas, y elevaba sus plegarias al cielo. Paulina, estrechamente enlazada a Polito, le decía: ¿¡Al menos moriremos juntos! Milon bramaba de furor y blandía sus puños enormes repitiendo: ¿¡Ah! los infames fenians!... ¡Los miserables! En cuanto a Marmouset, callado y sombrío, contemplaba a su jefe.

  • von Miguel Cané
    22,90 €

    Las páginas de este libro han sido escritas a medida que he ido recorriendo los países a que se refieren. No tengo por lo tanto la pretensión de presentar una obra rigurosamente sujeta a un plan de unidad, sino una sucesión de cuadros tomados en el momento de reflejarse en mi espíritu por la impresión. Habiéndome el gobierno de mi país hecho el honor de nombrarme su representante cerca de los de Colombia y Venezuela, pensé que una simple narración de mi viaje ofrecería algún interés a los lectores americanos, más al cabo generalmente de lo que sucede en cualquier rincón de Europa, que de los acontecimientos que se desenvuelven en las capitales de la América española.

  • von Soledad Acosta de Samper
    19,90 €

    Don Antonio Nariño era en el virreinato neo-granadino el hombre más elocuente, más instruido, de mayores conocimientos prácticos, más liberal y generoso, más abnegado, mas patriota y más amado entre los santafereños de cuantos existían entonces -en 1790- en la capital de la Colonia. Su popularidad en Cundinamarca era general,desde el Virrey en su palacio hasta el último artesano y labriego de la Provincia todos lo querían, le estimaban y escuchaban sus consejos ¡y sin embargo a la vuelta de pocos años todo había cambiado! Las autoridades le proscribieron y confiscaron sus bienes; sus amigos le desconocieron,unos se ocultaron,otros para no sufrir la misma suerte; su familia padeció pobrezas, después de haber gozado del primer puesto en la sociedad santafereña; su honor fué sospechado y la calumnia le persiguió hasta los últimos días de su azarosa existencia.A pesar de sus virtudes públicas y privadas la suerte, con poquísimas excepciones, siempre le fué adversa; sufrió prisiones, humillaciones, tristezas continuas durante treinta años, todo por aquel inmarcesible amor cine abrigaba en su corazón por sus ingratos compatriotas. Siempre vio frustrados sus planes: vio arrancar de su frente las coronas de gloria cine justamente deberían ceñirla y vio postergado su nombre en favor de rivales políticos que merecían menos que él vivir en el corazón de los neogranadinos. Durante su dramática existencia Nariño siempre olvidó sus propios intereses para trabajar en dar independencia á su patria; por ella luchó incesantemente, se arruinó padeció Penalidades sin cuento, hambres, enfermedades, cadenas que le hicieron perder en parte el uso de sus miembros y acabaron por llevarle á la tumba; por ella había abandonado la felicidad, los honores, hasta abatir su dignidad y su orgullo para poder llevar avante su idea y poder decir al expirar que el amor que tuvo á su patria algún día lo revelaría la historia. ¿Esta acaso lo ha revelado debidamente todavía?

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